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Víctor Barrio tomó la alternativa en Las Ventas y logró importantes triunfos como novillero en esta plaza. Falleció en la plaza de toros de Teruel el 9 de julio de 2016. Esta obra es un recuerdo a su figura así como un reconocimiento y sentido homenaje a todos aquellos que perdieron la vida en el ruedo.

Este mural ha sido posible gracias a la participación desinteresada de los toreros que hicieron el paseíllo en la Corrida Homenaje a Víctor Barrio (Valladolid, 4 de septiembre de 2016).


Mural cerámico 271 x 189,5 cm

Luis Gordillo

Los toros pertenecieron a las ganaderías de Juan Pedro Domecq, Núñez del Cuvillo, Zalduendo, Domingo Hernández y Victoriano del Río. Fueron lidiados por Juan José Padilla, José Tomás, Morante de la Puebla, El Juli, José Mª Manzanares y Alejandro Talavante.

La Fundación Toro de Lidia, en colaboración con la Fundación José Tomás, encargaron al artista Luis Gordillo la realización de esta obra.

Esta obra está expuesta de forma permanente en la plaza de toros de las Ventas ( Madrid).

Madrid, 8 de abril de 2021

Raquel Sanz, viuda de Victor Barrio, conversa con José Tomás en el ruedo de las Ventas.

Belleza efímera en el ruedo y latidos en el lienzo

Al maestro José Tomás y al artista Luis Gordillo les ha unido el homenaje al torero Víctor Barrio. Un toro, «Lorenzo», arrebató la vida del joven diestro de Segovia. «Navegante» corneó gravemente a José Tomás en Aguascalientes. El maestro de Galapagar sabe lo que es morir en el ruedo, él lo hizo, pero volvió después de habitar ese lugar. Su corazón nunca dejó de latir aunque la vida se le escapara a borbotones.

Me aproximo a maestro y al artista desde la lejanía. Desde esa distancia que se crea en el respeto sutil por lo grandioso. La barrera a la que se asoma el espectador a lo intangible e ilimitado del arte.

La tauromaquia es la forma más extrema de producir arte y belleza. El toreo es un cuerpo a cuerpo, una  lucha con el toro, la lucha contra uno mismo. El miedo a la muerte no es freno a la pasión. Esa pasión que vinieron buscando los románticos ingleses y franceses del sXIX haciendo camino en España. La fascinación por nuestras tradiciones, costumbres y cultura fue lo que suscitó a artistas y escritores a cubrir la racionalidad del siglo de las Luces por el sentimiento romántico. La corrida de toros se contemplará desde entonces con una nueva mirada, la de la visión estética que conmueve poderosamente el alma. ¡Es la fiesta de los toreros valientes! clama la partitura de Bizet, Carmen, basada en la novela de Prosper Merimée.

Me acerco a José Tomás con la mirada desinteresada y libre que permite la contemplación estética. Los gestos, el ritual, la pose, el semblante, la postura hierática, la liturgia solemne y sagrada. Cuando se llega al dominio del torero sobre la bravura y parecen danzar juntos se produce la sublimación en el arte. La elegancia del torero en el tercio de muerte, en el momento de la espera, ante la embestida del toro bravo como metáfora de la fuerza salvaje de la naturaleza crea una simbiosis artística: vida, muerte y belleza despertando el sentimiento de lo sublime. Detrás de la pureza de las imágenes visibles, se muestra una estructura oculta del arte como fuerza, intensidad y movimiento, que es esencial en la tauromaquia.

Luis Gordillo nos ofrece un homenaje soberbio y místico en su significado.El orden en la fragmentación, la armonía en el caos, la creación en la destrucción: «Sólo me ha faltado ponerme  a torear delante del cuadro». Decía Friedrich Nietzche que «para que haya arte, para que haya algún hacer y contemplar estéticos, resulta indispensable una condición fisiológica previa: la embriaguez. La embriaguez tiene que haber intensificado primero la excitabilidad de la máquina entera: antes de esto no se da arte ninguno».

Ante la obra de Gordillo parece que asistimos a un cortocircuito entre lo real y su imagen, entre una realidad y su representación, un poco como la materia y la antimateria. De esto resulta el universo de una apariencia artística que es fascinante al dramatizar de un modo tan vivo la oposición del signo a lo real.

Se cree que en las pinturas rupestres la realidad de los paleolíticos estaba sometida a una relación mística entre el hombre y el animal: en las cavernas se produciría el ritual de cáracter divino. La tauromaquia tiene su ritual, la pintura en cierta forma. En el ruedo todo es verdad, en el lienzo también. En ambos aflora lo salvaje, lo inconsciente y el instinto, pero también, la forma, el orden y la armonía. Todo aquello que está oculto y se desvela en el arte.

Elena Cué
Alejandra de Argos
ABC.es – The Huffington Post US

Marzo 2020

Centenario de la muerte de Gallito

De los cuatro campos semánticos en torno a los cuales se articula el rico léxico taurino (toro, torero, público y muerte), quizás sea este último el más difícil de abordar cuando se trata no de la muerte del toro —desenlace inexcusable en este rito que aún exige su víctima sacrificial—, sino de la probable muerte del diestro en la arena. La razón es perfectamente comprensible; por regla general, los toreros prefieren no tocar este asunto. Sin embargo, la ineludible presencia de la muerte ronda siempre por el ruedo, al acecho en todo momento, aunque a veces nos lleguemos a olvidar de ella conmovidos por el arte que puede llegar a surgir durante la lidia de un toro bravo por parte de un hombre dispuesto a jugarse la vida en la verificación de su oficio. En un ensayo deslumbrante, el poeta y crítico de arte Luis Pérez Oramas rescata una extraordinaria definición del toreo atribuida al maestro Pepe Luis Vázquez: «Se trata de olvidar la muerte, de hacernos olvidar la muerte».

Para el auténtico creador, su propia práctica acaba por convertirse casi siempre en una experiencia inquietante. Lo que en realidad está en juego no parece que sea, en modo alguno, la producción de una obra de arte más menos bella, más o menos lograda, más o menos rompedora de acuerdo a los gustos, parámetros o intereses de una determinada época, de un determinado grupo de influencia o de una determinada moda; lo que de verdad está en juego es la vida o la muerte del propio autor o, como mínimo, su salud y equilibrio espiritual.

En todo el proceso de concepción y realización del Homenaje de Luis Gordillo al torero Víctor Barrio, se abre camino la idea de que en la actividad de todo creador hay implícito un riesgo extremo. Como práctica artística que es, el toreo siempre nos está prometiendo una belleza imposible, inalcanzable, una belleza que (casi) nunca llega. Los grandes matadores son aquellos que, enfrentados a un riesgo extremo, son capaces de jugar con la muerte hasta el punto de hacerla pasar desapercibida para el público. Es en este juego ideal donde se nos promete una belleza que solo podemos, si acaso, llegar a intuir desde el tendido de una plaza de toros.

A fin de cuentas, el arte podrá ser depravado, herético, sacrílego y hasta violento, pero solo llega a cumplir su promesa cuando expresa honestamente un estado, una pasión, una idea. Y torear es también la dolorosa evidencia de que el binomio vida-muerte se mantiene y puede actuar igualmente en nosotros, destruyendo así la falsa constatación ilusa, pueril y optimista que mantiene al hombre contemporáneo engañado: no, la muerte no existe, y, en todo caso… son siempre los demás los que se mueren. «D’ailleurs c’est toujours les autres qui meurent» (Por otra parte, siempre son los otros los que mueren), reza el epitafio de Marcel Duchamp en el cementerio de Rouen. Pero en tauromaquia, al contrario que en otras prácticas artísticas, está el toro. El público no acude a la plaza albergando en su interior el secreto y perverso deseo de presenciar con sus propios ojos la muerte del torero, sino porque puede llegar a ocurrir. Es justamente en este desenlace terrible e indeseable, siempre posible y amenazante, donde reside la esencia de la Fiesta. Esa es su grandeza; esa es su radicalidad intrínseca.

Como bien a señalado el filósofo Víctor Gómez Pin, «la tauromaquia no peca respecto al arte por defecto (de sutileza o de rigor), sino por exceso (de radicalidad y ambición)». Así, no se trata de que el taurino deba incorporar el tipo de exigencia ética y estética que caracteriza al espectador habitual de obras de arte; este último debería más bien apropiarse de la disposición del primero. Más aún, lejos de que el torero deba aspirar a ser fundamentalmente artista, más productivo sería para este procurar reencontrarse a sí mismo (reencontrar la radicalidad de sus orígenes y de los orígenes de su propia práctica) tomando como modelo la siempre frágil figura del torero. Es precisamente en esta sugestiva identificación donde Luis Gordillo ha llegado a una brillante conclusión en los tiempos que corren: «Los pintores estamos, como los toreros, al borde de la extinción», decía el artista sevillano en una entrevista publicada en 2019. Decadencia que en el caso de la pintura se puede rastrear ya desde los tiempos de Zeuxis y Apeles, y en el caso de la tauromaquia desde los tiempos pretéritos de Pedro Romero y Pepe-Hillo.

Más allá de cualquier tipo de mistificación, la tauromaquia contemporánea —auténtico anacronismo vivo en los tiempos que corren, como la propia práctica pictórica— nace a partir de una siniestra permanencia o latencia: la inquietante perpetuación de Joselito el Gallo muerto en Juan Belmonte vivo. Esta misma idea, aunque en otro contexto completamente alejado del taurino, encuentra su más perfecto epítome en unas palabras del poeta y dramaturgo irlandés W.B.Yeats escritas en 1917: «Los muertos, a medida que se disipa la necesidad apasionada, adquieren cierta libertad y pueden variar el curso de los acontecimientos, iniciado cuando estaban vivos, en una nueva dirección, pero no pueden iniciar nada si no es a través de los vivos».

¿Es el toro o es el torero el objeto del sacrificio que exige esta práctica ancestral? Fue otro pintor, Ramón Gaya, quien dio en el clavo a la hora de desentrañar el sentido último del rito taurino. Gaya pensaba que quien en realidad es el objeto de ese sacrificio no es el toro, sino el torero. Se sacrifica él para que no tengamos que torear nosotros. Para que nos olvidemos por un momento de la muerte, el torero se juega la vida. Ni más ni menos. ¿Acaso no es este el elemento ritual de todo sacrifico? ¿Acaso no es el arte (todo arte) la sublimación de ese sacrificio? Es a los vivos a quienes nos toca llevar a cabo aquella misma labor de iniciación mencionada por Yeats para que los muertos adquieran, por fin, la libertar que tanto lucharon por ganarse en el ruedo, jugándose la vida en la verificación de su arte. No otra es la razón de este Homenaje de Luis Gordillo a Víctor Barrio, extensivo a todos aquellos que se dejaron la vida en la arena de una plaza de toros.

Antonio J. Pradel.

Madrid, junio de 2020