
Otra vez esa música típica de la alarma. Me desquicia. Tengo que levantarme y preparar el desayuno para Juan y Ana. También la merienda de Juan que, si mal no recuerdo, hoy iba de excursión a no sé qué de una granja. En mi época no íbamos a esos sitios… “En mi época”… ¡Hace mucho tiempo de aquello!
El suelo de la cocina está frio, ¡como se nota que es invierno!
Dos vasos con leche giran en el microondas mientras los pequeños se levantan, me dan un beso y van a vestirse. Efectivamente, Juan tiene excursión; está muy nervioso.
Desayunamos deprisa, les pongo los abrigos y bufandas y echamos a correr hacia el coche. Nos montamos con dirección al colegio.
Ya hemos llegado, se acercan para darme un beso y salen disparados al interior del centro. También yo debería ir corriendo al trabajo si no quiero llegar tarde. ¿Qué hora es? ¡¡Las 9 y cuarto!! Cuando llego al hospital me pongo mi bata y me lavo las manos. Me han dicho que hoy tenemos a una mujer de parto. Entramos a la sala junto al doctor, un hombre que nos saluda muy cordialmente todos los días. Los ayudantes de parto somos un pequeño grupo de compañeros: María, Rocío, Cristina, Fran y yo. Fran es un joven de prácticas que tan solo observa nuestro trabajo.
Gracias a Dios, el parto salió redondo y una preciosa niña se acurrucaba entre mis brazos. Todo el mundo decía que tenía un “tacto especial” con los niños.
El resto de la mañana fue tranquilo: papeleo, llamadas para citas y consultas, y mujeres embarazadas con exceso de preocupación.
Los niños salían a las cuatro del colegio pero yo salía a las cinco y era Yasmine, la niñera, quien se quedaba con ellos en casa hasta que yo regresara.
Salí un poco antes pero era lunes, en el centro y el atasco era inevitable. Lo único bueno que encuentro en esto es mirar a los demás conductores.
A mis espaldas, una pareja discute, hace movimientos bruscos con los brazos y gesticulan grotescamente. A mi derecha, tenía a un hombre solitario, con el codo fuera del coche, escondido bajo el volante y con su música sonando dentro de mi coche. Y a mi izquierda, un autobús de línea. Lo que más llamó mi atención fue quién lo conducía. Una mujer rubia, con gafas de sol, con el uniforme de trabajo y con un semblante serio, aferraba el gran volante con seguridad. Debe ser muy difícil, ya no solo conducir un autobús, sino ser una mujer y conducirlo. Yo, desde luego, no sería capaz de aguantar tantos comentarios.
Cuando consigo salir del atasco son casi las seis. Odio perder tiempo de esta forma.
Yasmine ya se va cuando yo llego a casa. Me siento en la mesa con los niños para hacer los deberes mientras me cuentan sus batallas. Los profesores de hoy en día agobian a los niños con tantos deberes.
Hora del baño: espuma, burbujas y un pato de goma. Les preparo la cena y se lo comen todo visto y no visto.
Un beso en la frente, un “te quiero” y un “sueña con los angelitos”, es lo que más les gusta para irse a dormir.
Ya están acostados. Me siento en el sofá y enciendo la televisión. Solo hay basura a estas horas. Es mi momento de tranquilidad y el cansancio hace efecto.
Suena la cerradura y la puerta se abre.
Por fin está aquí mi mujer.
Otra vez esa música típica de la alarma. Me desquicia. Tengo que levantarme y preparar el desayuno para Juan y Ana. También la merienda de Juan que, si mal no recuerdo, hoy iba de excursión a no sé qué de una granja. En mi época no íbamos a esos sitios… “En mi época”… ¡Hace mucho tiempo de aquello!
El suelo de la cocina está frio, ¡como se nota que es invierno!
Dos vasos con leche giran en el microondas mientras los pequeños se levantan, me dan un beso y van a vestirse. Efectivamente, Juan tiene excursión; está muy nervioso.
Desayunamos deprisa, les pongo los abrigos y bufandas y echamos a correr hacia el coche. Nos montamos con dirección al colegio.
Ya hemos llegado, se acercan para darme un beso y salen disparados al interior del centro. También yo debería ir corriendo al trabajo si no quiero llegar tarde. ¿Qué hora es? ¡¡Las 9 y cuarto!! Cuando llego al hospital me pongo mi bata y me lavo las manos. Me han dicho que hoy tenemos a una mujer de parto. Entramos a la sala junto al doctor, un hombre que nos saluda muy cordialmente todos los días. Los ayudantes de parto somos un pequeño grupo de compañeros: María, Rocío, Cristina, Fran y yo. Fran es un joven de prácticas que tan solo observa nuestro trabajo.
Gracias a Dios, el parto salió redondo y una preciosa niña se acurrucaba entre mis brazos. Todo el mundo decía que tenía un “tacto especial” con los niños.
El resto de la mañana fue tranquilo: papeleo, llamadas para citas y consultas, y mujeres embarazadas con exceso de preocupación.
Los niños salían a las cuatro del colegio pero yo salía a las cinco y era Yasmine, la niñera, quien se quedaba con ellos en casa hasta que yo regresara.
Salí un poco antes pero era lunes, en el centro y el atasco era inevitable. Lo único bueno que encuentro en esto es mirar a los demás conductores.
A mis espaldas, una pareja discute, hace movimientos bruscos con los brazos y gesticulan grotescamente. A mi derecha, tenía a un hombre solitario, con el codo fuera del coche, escondido bajo el volante y con su música sonando dentro de mi coche. Y a mi izquierda, un autobús de línea. Lo que más llamó mi atención fue quién lo conducía. Una mujer rubia, con gafas de sol, con el uniforme de trabajo y con un semblante serio, aferraba el gran volante con seguridad. Debe ser muy difícil, ya no solo conducir un autobús, sino ser una mujer y conducirlo. Yo, desde luego, no sería capaz de aguantar tantos comentarios.
Cuando consigo salir del atasco son casi las seis. Odio perder tiempo de esta forma.
Yasmine ya se va cuando yo llego a casa. Me siento en la mesa con los niños para hacer los deberes mientras me cuentan sus batallas. Los profesores de hoy en día agobian a los niños con tantos deberes.
Hora del baño: espuma, burbujas y un pato de goma. Les preparo la cena y se lo comen todo visto y no visto.
Un beso en la frente, un “te quiero” y un “sueña con los angelitos”, es lo que más les gusta para irse a dormir.
Ya están acostados. Me siento en el sofá y enciendo la televisión. Solo hay basura a estas horas. Es mi momento de tranquilidad y el cansancio hace efecto.
Suena la cerradura y la puerta se abre.
Por fin está aquí mi mujer.
Otra vez esa música típica de la alarma. Me desquicia. Tengo que levantarme y preparar el desayuno para Juan y Ana. También la merienda de Juan que, si mal no recuerdo, hoy iba de excursión a no sé qué de una granja. En mi época no íbamos a esos sitios… “En mi época”… ¡Hace mucho tiempo de aquello!
El suelo de la cocina está frio, ¡como se nota que es invierno!
Dos vasos con leche giran en el microondas mientras los pequeños se levantan, me dan un beso y van a vestirse. Efectivamente, Juan tiene excursión; está muy nervioso.
Desayunamos deprisa, les pongo los abrigos y bufandas y echamos a correr hacia el coche. Nos montamos con dirección al colegio.
Ya hemos llegado, se acercan para darme un beso y salen disparados al interior del centro. También yo debería ir corriendo al trabajo si no quiero llegar tarde. ¿Qué hora es? ¡¡Las 9 y cuarto!! Cuando llego al hospital me pongo mi bata y me lavo las manos. Me han dicho que hoy tenemos a una mujer de parto. Entramos a la sala junto al doctor, un hombre que nos saluda muy cordialmente todos los días. Los ayudantes de parto somos un pequeño grupo de compañeros: María, Rocío, Cristina, Fran y yo. Fran es un joven de prácticas que tan solo observa nuestro trabajo.
Gracias a Dios, el parto salió redondo y una preciosa niña se acurrucaba entre mis brazos. Todo el mundo decía que tenía un “tacto especial” con los niños.
El resto de la mañana fue tranquilo: papeleo, llamadas para citas y consultas, y mujeres embarazadas con exceso de preocupación.
Los niños salían a las cuatro del colegio pero yo salía a las cinco y era Yasmine, la niñera, quien se quedaba con ellos en casa hasta que yo regresara.
Salí un poco antes pero era lunes, en el centro y el atasco era inevitable. Lo único bueno que encuentro en esto es mirar a los demás conductores.
A mis espaldas, una pareja discute, hace movimientos bruscos con los brazos y gesticulan grotescamente. A mi derecha, tenía a un hombre solitario, con el codo fuera del coche, escondido bajo el volante y con su música sonando dentro de mi coche. Y a mi izquierda, un autobús de línea. Lo que más llamó mi atención fue quién lo conducía. Una mujer rubia, con gafas de sol, con el uniforme de trabajo y con un semblante serio, aferraba el gran volante con seguridad. Debe ser muy difícil, ya no solo conducir un autobús, sino ser una mujer y conducirlo. Yo, desde luego, no sería capaz de aguantar tantos comentarios.
Cuando consigo salir del atasco son casi las seis. Odio perder tiempo de esta forma.
Yasmine ya se va cuando yo llego a casa. Me siento en la mesa con los niños para hacer los deberes mientras me cuentan sus batallas. Los profesores de hoy en día agobian a los niños con tantos deberes.
Hora del baño: espuma, burbujas y un pato de goma. Les preparo la cena y se lo comen todo visto y no visto.
Un beso en la frente, un “te quiero” y un “sueña con los angelitos”, es lo que más les gusta para irse a dormir.
Ya están acostados. Me siento en el sofá y enciendo la televisión. Solo hay basura a estas horas. Es mi momento de tranquilidad y el cansancio hace efecto.
Suena la cerradura y la puerta se abre.
Por fin está aquí mi mujer.
Otra vez esa música típica de la alarma. Me desquicia. Tengo que levantarme y preparar el desayuno para Juan y Ana. También la merienda de Juan que, si mal no recuerdo, hoy iba de excursión a no sé qué de una granja. En mi época no íbamos a esos sitios… “En mi época”… ¡Hace mucho tiempo de aquello!
El suelo de la cocina está frio, ¡como se nota que es invierno!
Dos vasos con leche giran en el microondas mientras los pequeños se levantan, me dan un beso y van a vestirse. Efectivamente, Juan tiene excursión; está muy nervioso.
Desayunamos deprisa, les pongo los abrigos y bufandas y echamos a correr hacia el coche. Nos montamos con dirección al colegio.
Ya hemos llegado, se acercan para darme un beso y salen disparados al interior del centro. También yo debería ir corriendo al trabajo si no quiero llegar tarde. ¿Qué hora es? ¡¡Las 9 y cuarto!! Cuando llego al hospital me pongo mi bata y me lavo las manos. Me han dicho que hoy tenemos a una mujer de parto. Entramos a la sala junto al doctor, un hombre que nos saluda muy cordialmente todos los días. Los ayudantes de parto somos un pequeño grupo de compañeros: María, Rocío, Cristina, Fran y yo. Fran es un joven de prácticas que tan solo observa nuestro trabajo.
Gracias a Dios, el parto salió redondo y una preciosa niña se acurrucaba entre mis brazos. Todo el mundo decía que tenía un “tacto especial” con los niños.
El resto de la mañana fue tranquilo: papeleo, llamadas para citas y consultas, y mujeres embarazadas con exceso de preocupación.
Los niños salían a las cuatro del colegio pero yo salía a las cinco y era Yasmine, la niñera, quien se quedaba con ellos en casa hasta que yo regresara.
Salí un poco antes pero era lunes, en el centro y el atasco era inevitable. Lo único bueno que encuentro en esto es mirar a los demás conductores.
A mis espaldas, una pareja discute, hace movimientos bruscos con los brazos y gesticulan grotescamente. A mi derecha, tenía a un hombre solitario, con el codo fuera del coche, escondido bajo el volante y con su música sonando dentro de mi coche. Y a mi izquierda, un autobús de línea. Lo que más llamó mi atención fue quién lo conducía. Una mujer rubia, con gafas de sol, con el uniforme de trabajo y con un semblante serio, aferraba el gran volante con seguridad. Debe ser muy difícil, ya no solo conducir un autobús, sino ser una mujer y conducirlo. Yo, desde luego, no sería capaz de aguantar tantos comentarios.
Cuando consigo salir del atasco son casi las seis. Odio perder tiempo de esta forma.
Yasmine ya se va cuando yo llego a casa. Me siento en la mesa con los niños para hacer los deberes mientras me cuentan sus batallas. Los profesores de hoy en día agobian a los niños con tantos deberes.
Hora del baño: espuma, burbujas y un pato de goma. Les preparo la cena y se lo comen todo visto y no visto.
Un beso en la frente, un “te quiero” y un “sueña con los angelitos”, es lo que más les gusta para irse a dormir.
Ya están acostados. Me siento en el sofá y enciendo la televisión. Solo hay basura a estas horas. Es mi momento de tranquilidad y el cansancio hace efecto.
Suena la cerradura y la puerta se abre.
Por fin está aquí mi mujer.
Otra vez esa música típica de la alarma. Me desquicia. Tengo que levantarme y preparar el desayuno para Juan y Ana. También la merienda de Juan que, si mal no recuerdo, hoy iba de excursión a no sé qué de una granja. En mi época no íbamos a esos sitios… “En mi época”… ¡Hace mucho tiempo de aquello!
El suelo de la cocina está frio, ¡como se nota que es invierno!
Dos vasos con leche giran en el microondas mientras los pequeños se levantan, me dan un beso y van a vestirse. Efectivamente, Juan tiene excursión; está muy nervioso.
Desayunamos deprisa, les pongo los abrigos y bufandas y echamos a correr hacia el coche. Nos montamos con dirección al colegio.
Ya hemos llegado, se acercan para darme un beso y salen disparados al interior del centro. También yo debería ir corriendo al trabajo si no quiero llegar tarde. ¿Qué hora es? ¡¡Las 9 y cuarto!! Cuando llego al hospital me pongo mi bata y me lavo las manos. Me han dicho que hoy tenemos a una mujer de parto. Entramos a la sala junto al doctor, un hombre que nos saluda muy cordialmente todos los días. Los ayudantes de parto somos un pequeño grupo de compañeros: María, Rocío, Cristina, Fran y yo. Fran es un joven de prácticas que tan solo observa nuestro trabajo.
Gracias a Dios, el parto salió redondo y una preciosa niña se acurrucaba entre mis brazos. Todo el mundo decía que tenía un “tacto especial” con los niños.
El resto de la mañana fue tranquilo: papeleo, llamadas para citas y consultas, y mujeres embarazadas con exceso de preocupación.
Los niños salían a las cuatro del colegio pero yo salía a las cinco y era Yasmine, la niñera, quien se quedaba con ellos en casa hasta que yo regresara.
Salí un poco antes pero era lunes, en el centro y el atasco era inevitable. Lo único bueno que encuentro en esto es mirar a los demás conductores.
A mis espaldas, una pareja discute, hace movimientos bruscos con los brazos y gesticulan grotescamente. A mi derecha, tenía a un hombre solitario, con el codo fuera del coche, escondido bajo el volante y con su música sonando dentro de mi coche. Y a mi izquierda, un autobús de línea. Lo que más llamó mi atención fue quién lo conducía. Una mujer rubia, con gafas de sol, con el uniforme de trabajo y con un semblante serio, aferraba el gran volante con seguridad. Debe ser muy difícil, ya no solo conducir un autobús, sino ser una mujer y conducirlo. Yo, desde luego, no sería capaz de aguantar tantos comentarios.
Cuando consigo salir del atasco son casi las seis. Odio perder tiempo de esta forma.
Yasmine ya se va cuando yo llego a casa. Me siento en la mesa con los niños para hacer los deberes mientras me cuentan sus batallas. Los profesores de hoy en día agobian a los niños con tantos deberes.
Hora del baño: espuma, burbujas y un pato de goma. Les preparo la cena y se lo comen todo visto y no visto.
Un beso en la frente, un “te quiero” y un “sueña con los angelitos”, es lo que más les gusta para irse a dormir.
Ya están acostados. Me siento en el sofá y enciendo la televisión. Solo hay basura a estas horas. Es mi momento de tranquilidad y el cansancio hace efecto.
Suena la cerradura y la puerta se abre.
Por fin está aquí mi mujer.